Nuestras bocas ya han sido debidamente presentadas, los labios primero, después tímidamente las lenguas y finalmente, tirando el protocolo por la borda, han aparecido los mordisqueos, los juegos de jugos centrifugados, las narices clavando la bandera del triunfo en la cara ajena, las frentes enfrentadas, los ojos cerrados… Nuestros cuerpos se estudian, saben que son el uno pasto del otro, que más pronto que tarde intercambiarán calor y sudor. Las yemas de los dedos se preparan para recibir miles de sensaciones, y por eso tiemblan un poco.
Casi a ciegas, porque ya hemos dejado la luz para quien la necesite, porque ya nos hemos ido a las sombras, empezamos el ritual, ese que la Humanidad lleva siglos repitiendo pero que nunca nadie ha sido capaz de ejecutar como tú y yo vamos a hacerlo esta noche de verano. Fuera quizá llueva, o nieve, o incluso sea de día. Quizá caigan meteoritos o se extingan las especies. Quién sabe… El universo no puede en realidad quitar los ojos de donde estamos tú y yo, no es capaz de retirar la mirada de la cerradura por la que ya se ve cómo las camisetas yacen en el suelo, primeras víctimas, lentamente acompañadas del resto de la tela que nos alejaba, que nos escondía, que nos afeaba.
En todos los rincones de la casa se te oye respirar, en todas las esquinas de la ciudad se puede notar la maraña de tu pelo. Perdemos la vista y el gusto, cerramos el caudal de nuestro oído y nuestro olfato de manera que sólo nos percibimos mutuamente, nos quedamos con la piel como único medio de expresión, el tacto como única manera de conocimiento, y nos sobra. Nos basta con saber que el tiempo no cotiza en este mundo que acabamos de crear, nos basta con no saber qué parte de mi cuerpo es ahora mismo más tuya que mía, nos basta con esperar la explosión, y con andar el camino que hasta ella hay saboreando cada paso. Subimos, subimos, y nunca caeremos. Hoy, ahora, nos aúpa la adrenalina del momento; mañana lo harán las risas.