Hoy se cumplen seis años de la muerte de José Saramago. Contaba el escritor portugués que su abuelo, ante la cercanía de la muerte, salió al huerto de su casa a abrazarse con los árboles, a despedirse de ellos. Lo contó, de hecho, en diciembre del 98, durante su discurso en la entrega del Nobel de Literatura con el que la Academia Sueca le premió. Buena parte de lo que contó Saramago aquel día hablaba de sus abuelos, personajes casi propios de sus novelas, analfabetos y quizá precisamente por ello capaces de inocular en su nieto un virus para narrar historias como ningún otro.
Dicen que el propio Saramago, acorralado por la leucemia, despertó algo más lúcido la mañana de su muerte, quizá en un intento de decirle adiós no a sus árboles sino a Pilar. Media docena de años después de aquel día Saramago sigue siendo el eterno anciano, el Nobel que publicó su primer libro con 25 años, pero el segundo con 44. El que empezó a fabricar sus joyas rozando la edad de la jubilación, canto a la esperanza para los embriones de escritor. El que ha sido capaz como pocos de asomarse al hombre y a la mujer, a la condición humana. El que siempre ha puesto sus cartas sobre la mesa, el autoexiliado. Al que sus propios compatriotas, políticos en la ciudad de Oporto, negaron una calle en su memoria, algo que tampoco es muy de extrañar si tenemos en cuenta que el propio presidente Cavaco Silva no asistió a su funeral. Saramago, azote de la derecha y de la iglesia.
Autor del (seguramente) mejor libro que he leído nunca, su Ensayo sobre la ceguera, es el único escritor que me ha hecho sentir que estaba hablando con él mientras lo leía. Un artesano de los personajes, tantas veces carentes de nombre como llenos de recovecos, algunos semidioses, otros descorazonadoramente grises, todos ellos privados de guiones y puntos y aparte para hablarnos. Saramago, el que disfrutaba contando, que vagabundeaba deliciosamente por las esquinas de sus historias, que perdía el hilo a la perfección. Se fue Saramago y nos quedamos todos un poco más ciegos y más tolerantes ante según qué cosas que siguen pasando. Un poco más lejos de la sencillez que debería ser la vida, la lección de Jerónimo y Josefa.