La puerta se cerraba suavemente. Luego, el giro de la llave. Después el motor del ascensor, y finalmente el silencio. Él veía la escena desde la cocina, por ejemplo, forzando el cuello más de la cuenta en busca del ángulo apto para no perder detalle de la mano acompañando la madera, ese último tobillo saliendo, el vuelo del pañuelo. Pasados unos segundos caminaba lentamente hasta el recibidor, cerraba los ojos y buscaba el perfume en el aire. Siempre trataba de recoger su olor, dejárselo impreso en el cerebro lo más posible. Nunca sabía cuándo volvería.
Las primeras veces no controlaba el tiempo. Se dejaba llevar viendo una película, leyendo un libro o adelantando labores domésticas. Poco a poco, fue cayendo en tareas menos exigentes, más simples. Escuchaba música, a lo sumo ojeaba alguna revista. Con el paso del tiempo empezó cada vez más a sentarse y esperar, sencillamente. Se colocaba en su lado del sofá, recién imbuido de la mezcla de su perfume y su olor, y apenas volvía a moverse hasta que ella sacaba las llaves del bolso, a escasos metros del otro lado de la puerta, horas después. El ruido del llavero activaba de nuevo el cuerpo de él, lo llevaba hasta la entrada, donde la recibía con más alegría de la que expresaba.
En casa las cosas iban muy bien. Los días empezaban con desayunos preparados por turnos, una especie de guerra santa en la que cada uno luchaba por ofrecer el mejor de los festines al otro, viéndose superado 24 horas después. Él era capaz de preparar casi cualquier plato, dulce o salado, con pulso de cocinero profesional y toque de abuela centenaria; ella, sabedora de que el diablo está en los detalles, camuflaba sus carencias con un amplio repertorio de añadidos, que iban desde lo sonrojantemente sexual a lo sonrojantemente romántico. La comida era cosa de él, y para la cena se alternaban las comidas acompañadas de algún invitado con los pedidos a domicilio. Era una rutina tan felizmente abrazada por ambos que no había lugar para otra cosa.
Cuando empezaron las salidas de ella, ninguno de los dos quiso mencionarlas. Si él las cuestionó en algún momento, era ya demasiado tarde como para preguntar por ellas en voz alta. El acuerdo tácito que se estableció, sin embargo, no contemplaba el progresivo fundido a negro en que para él se estaban convirtiendo los momentos a solas. Un día, ante los preparativos de ella, decidió no mirar. Obvió el tobillo, no quiso ver la mano. Tampoco buscó el perfume, ni captó su olor, porque tampoco acudió al sofá, donde los cojines siempre desprendían aroma a ella. Se acercó a la ventana y la siguió con la mirada todo lo que pudo. Permaneció allí, sin moverse apenas, hasta que ella deshizo lo andado y él la recogió con la vista. Ascensor, llaves, puerta, abrazos… Así sería a partir de entonces. Su lugar pasaría a ser la ventana, y no habría marcha atrás. Porque, si bien los pasos de ella se podían deshacer, los de él no. Cada uno llevaba en una dirección, provocando que la pequeña cárcel que se había fabricado en sus ausencias mutase en infierno.
La ventana empezó a ser el epicentro de su mundo cuando llegó el verano y el calor aumentó la frecuencia y duración de las salidas de ella. Apenas notaba que se calzaba, tan pronto como oía el roce de sus pulseras o veía el carmín tiñendo sus labios, buscaba la ventana. Se familiarizó hasta casi la náusea con cada rincón de casa y cada centímetro de calle que entraba en su campo de visión desde aquel mirador que no conocía horarios. Descubrió que hay gente que pisa la calle como si saliera de la cárcel. Comprendió que madrugadores y trasnochadores son ramas del mismo árbol, gente que se entiende mejor con la luna que con el sol. Sospechó que quien vuelve con un cuerpo diferente cada noche a casa suele dejarse el corazón dentro. Pero nunca supo predecir cuando llegaría ella.
En algunos momentos, cuando creía que la espera le apretaba demasiado el pecho, dejaba de respirar. Intentaba contener el aliento lo máximo posible, como si al aprisionar el oxígeno dentro de sus pulmones fingiera secuestrar su propia vida. O vienes ya, o yo me voy, pensaba para sus adentros. Tarde o temprano, su cuerpo le ganaba la partida y él cedía. Tomaba una bocanada de aire y se sentía derrotado, y languidecía hasta que el ruido del ascensor le devolvía su capacidad para el movimiento.
Una noche soñó con la ventana. Estaban sentados en el comedor, tomando una copa, y él se levantaba en busca de su posición habitual. Llegaba a la ventana, la miraba a ella y después colocaba los ojos en la calle. Era de noche. Ella no preguntaba, solo apuraba su bebida. Fue un sueño larguísimo. Le dio la impresión, casi, de que lo veía a tiempo real. Era como mirar una película en la que no sucede nada, en la que un plano fijo, ahora de él, ahora de ella, se limita a mostrar la más absoluta inmovilidad.
A partir de entonces, las noches también trascurrieron en la ventana. Sus sueños eran un lento gotear de minutos a la luz de las farolas, y ella lo miraba mirar, sin abrir la boca. Nunca recreaba escenas ya vividas, sino que veía cosas nuevas. Situaciones que, de alguna manera, entraban dentro de la lógica diurna. Por la mañana, al despertarse, se preguntaba si lo que acababa de soñar sería también lo que acababa de pasar.
Un día, ella no salió. Tampoco lo hizo al siguiente, ni al otro. Pronto se acumuló una semana en que él no había visitado la ventana más que en sueños. Se le hacía extraño no pisar aquellas baldosas que conocía al dedillo. A veces, tenía tentaciones de echar un vistazo mientras ella estaba en la ducha, pero las evitaba. Poco a poco, sus días se convirtieron en poco más que el preámbulo de sus noches. Soñaba despierto con ver la luna, con soñar de verdad. Deseaba poner la cabeza en la almohada para poner la vista en la ventana. Y ella, fiel, siempre lo miraba mirar, callada y quieta. Pero los días cada vez le pesaban más, y las noches no daban abasto como válvulas de escape.
Empezó a comprender dónde estaba la solución. Así que abrió la puerta y, sin cerrarla tras de sí, se fue a buscarla.
Lo que te diga se queda corto… así que simplemente (aunque sea caer en la obviedad), te felicito por el talento que tienes. Enhorabuena, de verdad. Es un placer poder presumir de conocer a alguien capaz de escribir maravillas como la de aquí.
¡Gracias, Isabel! ¡¡Pero no hay para tanto!!
Hola Dani, soy Sandra tu contrincante de Apalabrados.
Me ha encantado, bello.
Saludos desde Miami.