Cada poco tiempo descubro una canción, un grupo, un cantante nuevo que toma al asalto mi cabeza. Los escucho, los machaco, los exprimo, los encumbro… pero siempre, siempre, acabo volviendo a Sabina. Al Joaqui… Ya dije que era, para mí, el mejor narrador vivo en lengua castellana. Sus letras son preciosas y variadas: un mismo disco habla de drogas y vidas soñadas, de fiestas imposibles y de atracos a farmacias. Siempre, eso sí, con el amor como gran tema. Mejor dicho: con las mujeres. Quizá por mejor letrista que músico, a Joaquín le han faltado siempre melodías a la altura de sus versos. Me alegro, en parte, porque eso me ha permitido descubrir calamaros, drexlers y manolos. Aunque, en el fondo, siempre vuelva a Sabina…
Pinceladas de biografía: Joaquín Ramón Martínez Sabina nació en Úbeda, provincia de Jaén, en febrero de 1949. Su padre era policía y poeta en la sombra, su madre ama de casa. Estudiante en Granada, exiliado en Londres gracias a la generosidad de un tal Mariano Zugasti, que le regaló su pasaporte, Sabina es un cantante tardío: no es hasta su vuelta a España y cumplidos los treinta que empieza a darse a conocer. De hecho él nunca tuvo la intención de ser cantante; como suele decir, su futuro estaba en un colegio de provincias, dando clases de literatura. Pero en Londres se le cruzó la guitarra, imprescindible para sacarse unos pounds con los que sobrevivir, y apenas logró ya soltarla. Con la vuelta a España, y tras una breve etapa en Baleares, se produce otro cruce fundamental: Madrid. La ciudad. Su ciudad. En ella, en la coctelera de la movida, Joaquín se quita el Ramón y el Martínez para siempre.
Sus discos de los 80 le colocan en primera fila del panorama español; con los de los 90 llega el gran salto a Latinoamérica; a finales del siglo XX se consolida como uno de los mejores artistas en castellano de su generación. 19 días y 500 noches es su cumbre.
Su primer disco y su primera canción son homónimos: Inventario. Sabina siempre reniega de este trabajo. Hay una anécdota que cuenta cómo Joaquín, durante un tiempo, compraba el disco allá donde lo encontraba para que éste no fuera adquirido por nadie; si es cierto o es leyenda… Está claro, eso sí, que Inventario es una obra menor dentro de la discografía de Sabina, pero aún así tiene un par de temas reseñables. La propia Inventario es una canción más que decente, que combina muy bien versos poéticos (el espacio que ocupas en mi alma, el pasado ladrando como un perro, el amor como un rito en torno al fuego, tu modo de abrigarme el corazón…) con otros más directos (el denso olor a semen desbordado, las bragas que olvidaste en el armario…) Musicalmente no es nada sabiniana, pero en su estructura, en forma de enumeración, sí se reconoce ya lo que será un recurso habitual del andaluz, como también lo será, y se adivina asimismo en este disco, la combinación de temas serios con otros más ligeros: Tango del quinielista, Mi vecino de arriba…
Inventario es un disco de cuando Sabina no era ni quería ser Sabina, de cuando lo de ser cantante sonaba a chino. Malas compañías, grabado sólo dos años después (1980), ya representa un salto de calidad. Sólo hace falta escuchar el tema que abre el álbum: Calle Melancolía… Ésta es la versión de estudio; si tenéis la suerte de presenciar un concierto de Sabina cruzad los dedos para que la interprete, porque el directo es sublime. Triste a más no poder (a un cielo cada vez más lejano y más alto), Calle Melancolía es tan tremendamente urbana y alienada como el primer Sabina, el que se replicará una y mil veces (Caballo de cartón, Pongamos que hablo de Madrid) en temas que hacen de la ciudad un escenario común y brutal a la vez. Hay nostalgia de pueblo (ya el campo estará verde, debe ser primavera) y un desasosiego que encoge el corazón: no se puede estar más solo que abrazando “la ausencia que dejas en mi cama”.
Es la primera grande de Sabina, una composición que estalla en el estribillo y se cierra con el nudo en la garganta:
Vivo en el número siete, calle Melancolía,
quiero mudarme hace años al barrio de la alegría,
pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía.Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras.
Si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.
El disco sigue con otra pista urbana, o mejor dicho suburbial. Qué demasiao es ejemplo de un tipo de canción habitual en la carrera de Sabina, sobre todo en los principios, en que una historia con trasfondo real (aderezada con más o menos licencias, según el caso) se convierte en una crónica cantada que siempre cuenta algo más que los propios hechos. Lo veremos en Telespañolito, en Pobre Cristina, en Con un par… Aquí conocemos a El Jaro, un delincuente juvenil muy famoso en los 70 que murió, tal y como canta Sabina, cosido a disparos en la calle. Crónica esta más personal, o al menos muy tocada por la experiencia propia (hace ya dos semanas que Lucía no me escribe), Carguen, apunten, fuego es una fotografía de la mili, el servicio militar obligatoria de la época que Joaquín cumplió en Mallorca y del que es indisoluble su primer matrimonio, con la argentina Lucía, aparentemente celebrado para obtener el pase de pernocta. Todo un romántico…
En Gulliver se atisban restos de la canción protesta que vertebraba Inventario, pero aquí el autor se va al otro lado: en sus propias palabras, la letra “es un antipanfleto, se dirige contra los que creen que la igualdad consiste en cortarles la cabeza a los más altos”. También del revés (o no) camina la genuina Mi amigo Satán, una de esas historias con introducción, nudo y desenlace que tan bien narra el andaluz. Un alegato satánico escrito bastante antes del advenimiento del Black Metal, por cierto.
En Malas compañías figura otra de las banderas de Sabina: Pongamos que hablo de Madrid. Quizá, y con el permiso de la princesa de farmacia, su canción más importante hasta el famoso “y nos dieron las diez”. Pongamos… fue un himno a la ciudad de acogida de Joaquín (y de miles y miles de personas). Un nuevo drama urbano, una bofetada donde no se salvan ni los pájaros, donde los niños y las niñas corren más y más rápido en pos de nada. Una canción con mucha historia: trillada, versionada e incluso modificada. Modificada porque Joaquín acabó cambiando sus últimos versos en un intento de declararle amor eterno a la ciudad del Manzanares:
Cuando la muerte venga a visitarme,
que me lleven al sur donde nací,
aquí no queda sitio para nadie,
pongamos que hablo de MadridCuando la muerte venga a visitarme,
no me despiertes, déjame dormir
aquí he vivido, aquí quiero quedarme
pongamos que hablo de Madrid.
Versionada porque lo fue: desde Antonio Flores, que le dio vuelo, hasta Los Porretas; incluso Aute la aprovechó para cantarle a Sabina, con su Pongamos que hablo de Joaquín. Y trillada porque hasta el mismo autor se cansó de ella y dejó de interpretarla, aunque hay que reconocerle que a cambio nos regaló Yo me bajo en Atocha. La versión desnuda ejecutada en La Mandrágora es seguramente la mejor aproximación al espíritu descarnado de la canción. El vaivén de imágenes de aspiración poética (perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra o pájaros que visitan al psiquiatra mientras las estrellas se despistan y no acuden a su cita) se mezcla con frases crudas: hay una jeringuilla en el lavabo. ¿Cómo amar un sitio así? Invivible, pero insustituible. Madrid.
El siguiente disco de Sabina no es en solitario, sino fruto de una triple entente con Javier Krahe y Alberto Pérez en aquellas noches locas de La Mandrágora, un local de la calle Cava Baja, pura Latina. Un disco sin material inédito sabiniano, pero indudablemente divertido de escuchar.
En 1984 llega Ruleta rusa, trabajo con menos temas claves que el anterior, pero aún así con alguna estocada mortal. Es el caso de Caballo de cartón, dedicadísima a su pareja de entonces y exponente de una de las máximas de Sabina: arriba la noche, abajo el día:
Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal,
¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?Cuando la ciudad pinte sus labios de neón
subirás en mi caballo de cartón.
Me podrán robar tus días… tus noches no.
También en Ruleta rusa está Juana la Loca, un canto a la libertad sexual, un tema que desde algunos frentes se tachó de homofóbico… pero que curiosamente Sabina dedica silenciosamente a su propio abuelo paterno, una figura clave en su años mozos y que generó alguna que otra tirantez (silenciosa también) con su madre. Sabina lo explica en el recomendable Sabina en carne viva. Yo también sé jugarme la boca.
Un año más tarde, con Juez y parte, Sabina se siente definitivamente dueño de su música, o al menos así lo reconoce él mismo. Se puede decir, de alguna manera, que es su primer disco. Y es cierto que, visto con perspectiva, es un pequeño manual de lo que vendrá. En este disco están los autorretratos (Whisky sin soda y Cuando era más joven), están las mujeres (Incompatibilidad de caracteres y Quédate a dormir), están los antihéroes (Ciudadano cero y Kung-Fu)… Hay también espacio para los pequeños ajustes de cuentas, con mejor (Balada de Tolito) o peor (El joven aprendiz de pintor) mala leche. Y, por supuesto, están las joyas, las canciones que realmente le ponen en órbita, como es el caso de Princesa. Un tema muy sencillo, sin grandes alardes de música o letra, pero que ha sobrevivido con salud de hierro hasta hoy. ¿Será por qué todos hemos conocido a una princesa?
¡Cúantas veces hubiera dado la vida entera
porque tú me pidieras
llevarte el equipaje!Ahora es demasiado tarde, princesa.
Búscate otro perro que te ladre, princesa…
Juez y parte tiene dos temazos más. La hipersencilla Rebajas de enero es una muestra de cómo una canción en conjunto puede encajar perfectamente con su propio mensaje:
Apenas llegó
se instaló para siempre en mi vida.
No hay nada mejor
que encontrar un amor a medida.Si dos no se engañan, mal pueden tener desengaños.
¿Emociones fuertes? Buscadlas en otra canción…
Y, finalmente, Cuando era más joven. Hiperbólica como debe ser una autobiografía, esta canción resume por encima la trayectoria vital del andaluz hasta entonces. Una vida de trenes, sin duda el medio de transporte más romántico y más mencionado por Sabina; una vida de canalla, de carpe diem, donde “mañana era nunca y nunca llegaba pasado mañana”; una vida, obviamente, con mujeres (quise más a la que más me quiso); una vida “dura, distinta y feliz”, que desembocó en Madrid, en los impuestos y los pasaportes. Y, por tanto, en los sueños de volver a viajar “en uno de esos trenes que iban hacia el norte”.
Y es que para 1985 Joaquín Sabina ya había cambiado los trenes y los pasaportes falsos por los programas de televisión y los conciertos de masas. Estaba a punto, con sus dos próximos discos, de conquistar para siempre España. Y de saltar el charco con el siguiente…
Sigue en la segunda parte: Joaquín Sabina, los hoteles