Hay una maravillosa escena en Juego de Tronos en la que Varys teoriza sobre la esencia del poder con Tyrion de oyente. El eunuco dice: “Power resides where men believe it resides. It’s a trick, a shadow on the wall” (El poder reside donde los hombres creen que reside. Es un truco, una sombra proyectada en la pared). De manera parecida, la calidad de una serie reside donde el público diga. Y en Juego de Tronos ha habido calidad, de manera unánime, hasta hace poco, porque en esta última temporada, sí, las cosas se han torcido, y vamos a acabar el partido hablando más de “fenómeno” que de otra cosa, que es lo que sucede cuando a las series las devora su propio padre. Sus guionistas, casi siempre.
Yo hubiera preferido seis capítulos finales en los que Varys y Tyrion (aceptaría también a Davos, Melisandre y Olenna) hablasen de cualquier cosa. No importa el qué: de su propio universo de ficción o de, si se quedan sin ideas, el Brexit, el veto de Estados Unidos a Huawei o la todavía inconmensurable temporada en blanco del Madrid. Me habría ahorrado así ciertas incomodidades finales, oportunismos en la trama que en general todos estamos atribuyendo a las prisas y a la necesidad de condensar el cierre de tantas cosas en algo más de siete horas de metraje. Claro que entonces me habría perdido la deliciosa conclusión, de boca de un dragón, de que el trono es una mierda.
Como intensito de Breaking Bad que soy, no puedo defender que sea imposible concluir una serie de forma casi perfecta. Cierto que Juego de Tronos lo tenía especialmente complicado, porque echó a andar con vitamina de novela de Martin y a media carrera le partieron las piernas. Esa pérdida de material “original” se ha notado en general, pero a mí me ha dolido particularmente en las muertes: las de Ned, Robb, Catelyn, Viserys, ¡Oberyn! o Joffrey, por citar algunas, son infinitamente mejores que las de Cersei, Jaime, Daenerys, Varys o Theon. Y no se puede decir que estos sean personajes secundarios o poco carismáticos. De la octava temporada únicamente salvo la muerte de Melisandre, aunque también es cierto que casi todo lo que hace Melisandre es… magia [platillos].
Lo que queda de ese pequeño naufragio, sin embargo, es que Juego de Tronos es la serie de una generación. Nos ha tenido pegados a la tele desde el primer día, en cada temporada en emisión, y al ordenador o el móvil durante los descansos, buscando teorías, viendo entrevistas o devorando memes. Existen vídeos de gente reaccionando a la Boda Roja, abuelas de dragones, Aryas y Khaleesis correteando por los parques de España. Ha sobrevivido a las filtraciones, a la pérdida del soporte vital de los libros, a Kit Harington, quizá el peor actor vivo (¿o muerto?) que haya pisado la Tierra, y por encima de todo a ser una serie sobre fantasía medieval que hasta entonces era propiedad de un puñado de frikis. Porque no, un año antes de que empezase la serie nadie había leído los libros.
En definitiva, ¿qué serie puede encadenar un segundo (uno solo) de cada uno de sus capítulos en un vídeo de minuto y medio y hacernos soltar tantos “¡Ah!” y tantos “¡Oh!”? Casi ninguna…
One second from every episode of Game of Thrones. pic.twitter.com/rFz2CFLwBx
— Andy Kelly (@ultrabrilliant) May 20, 2019
Yo me voy con la incómoda sensación de que durante la segunda mitad del partido los lectores hemos disfrutado menos que no-lectores. Por suerte, Martin nos debe dos copas, que más tarde que pronto llegarán. Esas serán las buenas porque, como dice Cersei, “power is power“.