La magia del atletismo radica en lo sencillo de su propuesta: quién corre más rápido, quién salta más alto, quién lanza más fuerte. Es el viejo lema de los Juegos Olímpicos, el citius, altius, fortius latino. Es un ser humano contra otros seres humanos, incluido él mismo, sin artificios de por medio. Esa sencillez, entre otras cosas, fue lo que convirtió en histórica la tarde del 30 de agosto de 1991…
Tokyo, Japón. Mundiales de atletismo. Concurso de salto de longitud. Traducido: quién salta más lejos. Tan sencillo, y tan complicado a la vez, pues la disciplina lleva casi 23 años dominada por lo que ya es prácticamente un fantasma. Bob Beamon y su estratosférico salto de 8.90, ejecutado en la confortable altura de Ciudad de México durante los Juegos Olímpicos del 68, martillean una y otra vez las cabezas de varias generaciones de atletas. Es una marca que no se batirá hasta el año 2000, dicen algunos expertos. Otros, sin embargo, tienen fe ciega en un norteamericano de 30 años nacido en Alabama llamado Carl Lewis y apodado El Hijo del Viento. No es para menos: Lewis lleva 10 años sin perder un solo concurso de salto de longitud, encadenando una racha de 65 victorias consecutivas, que incluyen las dos primeras ediciones de los Mundiales (Helsinki ’83 y Roma ’87) y los dos últimos JJOO (Los Ángeles ’84 y Seúl ’88). Es, además, el recordman mundial de los 100 metros.
Lewis viene a Tokyo dispuesto a adelantar 10 años la llegada del siglo XXI. Por la noche, con los focos ya apagados, habrá protagonizado el mejor concurso de saltos de su vida, con una media de 8.82, un mejor salto legal de 8.87 y uno con demasiado viento de 8.91. Y, sin embargo, las portadas de los periódicos deportivos de medio mundo llevarán al día siguiente otro nombre: el de Mike Powell.
Powell, nacido en Philadelphia 27 años atrás, es un atleta relativamente desconocido incluso en su país, Estados Unidos. Llegado al salto de longitud desde el de altura, Powell ha perdido todos sus enfrentamientos contra Lewis, 15 en total. En los Juegos de Seúl, tres años atrás, se llevó a casa la medalla de plata porque en la de oro se leía de serie el nombre de El Hijo del Viento. Entre el mejor salto de uno y el mejor salto de otro, 30 centímetros de diferencia. Pese a esa losa, en Tokyo se sabe el único rival de Lewis, aunque es consciente de la complejidad del reto. El multicampeón olímpico es el hombre más rápido del planeta, lo cual se traduce en una potencia de batida bestial, pero sobre todo acredita unos genes competitivos sin igual.
Powell se muestra confiado. “Carl es tan humano como cualquiera. Si él me puede ganar a mí yo también puedo ganarlo a él”, afirma en las horas previas. A decir verdad, Powell debe de creer a pies juntillas en sus opciones de tumbar a Lewis, porque empieza el concurso atenazado por la responsabilidad: “Estaba tan mentalizado y tan motivado que no podía ni respirar. Me costaba mucho respirar”. Resultado: un primer salto mediocre, de solo 7.85. La respuesta del atleta de Alabama es demoledora. Gesto serio, esculpido. Corre, bate y se va a los 8.68 con viento neutro. Antes de tomar la carrerilla para su segundo intento, el de Philadelphia murmura algo entre dientes, incluso resopla un poco. Pero sabe traducir a su favor el auténtico golpe en la mesa que acaba de dar Lewis. “En ese momento me dije ‘Vale, relájate. No tienes que estar ni nervioso ni acelerado. Cálmate y deja que tu cuerpo haga lo que sabe’.” Su cuerpo responde con unos 8.54 más que correctos. Insuficientes para el oro, claro, pero más que correctos. Es una distancia que le aporta tranquilidad.
Lewis sigue a lo suyo. Encerrado en una burbuja, concentradísimo mientras la cámara escruta su mirada en los segundos previos al sprint, el campeón olímpico arriesga en su segundo intento y muerde la plastilina. Sabe que Powell se le ha acercado, pero ahora mismo él no mira atrás, sino adelante. Mira al futuro, a 1968, a Bob Beamon y sus 8.90. La tarde de Tokyo es una señal, un escenario ideal para la práctica de la especialidad. Huele a tormenta de verano, bailan las nubes negras, reina una humedad asfixiante y campan a sus anchas las ráfagas de viento, de Papá Viento. Lewis ha instalado el campamento base en los 8.68 y está listo para atacar la cima. Ha quemado el primer asalto con un nulo, pero le restan cuatro.
Powell abre la tercera ronda con 8.29, un salto prácticamente a caballo entre los dos primeros. No son buenas noticias, porque Lewis sigue lejos, pero los nervios atenazadores han desaparecido. Powell busca a su entrenador, Randy Huntington, en la grada. Gesticulan con las distancias, ajustan las zancadas, piensan. Entre ceja y ceja, el dorsal 1136 de Lewis… Hasta aquí llega la tarde de atletismo; de ahora en adelante empieza la leyenda.
El tercer salto del de Alabama es estratosférico, y el primero que se da cuenta es él mismo. Sale de la arena celebrándolo, aún antes de conocer la medición de los jueces y del anemómetro. Resultado: 8.83. A siete centímetros del récord mundial. Es el mejor salto de la historia sin estar en altura, y el tercero mejor de todos los tiempos, solamente por detrás de Beamon y del soviético Robert Emmian. Por desgracia, la velocidad del viento (2.3 m/s) inhabilita la marca de cara a los registros, pero a Lewis no le importa. Es un paso más en su carrera la cima. Está a mitad de la prueba y acaricia el trono de Beamon. Y aún no sabe que este va a ser el peor salto de todos los que le quedan.
El lado oscuro de la ambición de Lewis es que despierta algo en Powell. El dorsal 1155, el Poulidor de la especialidad, comprende algo mientras prepara su cuarta tentativa: no está luchando únicamente contra Lewis. Si quiere colgarse el oro deberá saltar más lejos de lo que nadie ha saltado. Subirse a lo más alto del podio va a requerir batir a Bob Beamon. Más relajado que nunca, Powell se coloca en posición. Detrás de él, lo nunca visto: Carl Lewis contemplando al rival. El Hijo del Viento no acostumbra a espiar lo que hacen los demás, pero ahora siente la necesidad de atender a la progresión del eterno perdedor. Carrera, batida… y salto larguísimo, pero nulo.
Los jueces alzan la bandera roja y condenan a un desesperado Powell, que se arrodilla ante la plastilina, que gesticula, que patalea. Son apenas dos centímetros de mordida; suficientes para invalidar el que quizá es el mejor salto de la tarde. Turno para Carl. Sus genes de competidor nato le impulsan más allá de lo soñado: ocho metros y 91 centímetros.
Un centímetro por delante de la leyenda. Un salto perfecto si no fuera por los 2.9 m/s de viento a favor, que invalidan la homologación. La lectura positiva para el supercampeón es que lleva dos saltos larguísimos consecutivos, muestra de su impecable estado de forma y mentalidad. Ha clavado la carrera y ha batido justo en la barrera de lo legal. ¿Qué le falta? Domar el viento. Tiene que lograr saltar con un viento máximo de 2 m/s a favor. Si lo consigue, enterrará a Bob Beamon.
19:06 en Tokyo. Carl en el suelo, con el chándal. Mike en el callejón, de corto. La realización televisiva sobreimpresiona sobre el rostro concentradísimo de Powell la siguiente frase: “Has never beaten Carl Lewis in a long jump competition [0/15]” (Nunca ha ganado a Carl Lewis en un concurso de salto de longitud [0/15]). Gran momento para recordar el dato, porque será la última vez que se pueda decir sin faltar a la verdad. Mike murmura, dientes apretados, y suelta unos cuantos bufidos. Y arranca. Ocho segundos y 26 zancadas más tarde aterrizará sobre la arena del Estadio Olímpico convertido en el poseedor del récord mundial de salto de longitud, batiendo a Beamon por cinco centímetros. Habrá pulverizado una marca de casi 23 años de antigüedad, y lo habrá logrado frente al rival más feroz posible, frente al hombre al que el propio Bob Beamon había nombrado su heredero. El héroe de México ’68 dormía plácidamente en su casa mientras Powell volaba sobre Tokyo, pero luego lo reconocería: “Era inevitable que esto sucediera algún día, pero yo había asumido que esa persona sería Lewis. Eso es lo que me ha sorprendido. Espero que [Mike] sea feliz en la cumbre y que lleve esta especialidad a otra dimensión”.
Powell sale nervioso de la arena. Sabe que no ha pisado, sabe que el viento es legal (0.3 m/s) y sabe que ha saltado muchísimo. Espera la medición dando pequeños saltos, palmeando. La cámara enfoca a Lewis, que también parece excitado. El Estadio contiene el aliento… y estalla al ver la pantalla: ocho metros y 95 centímetros.
Poco después de ese momento arranca a llover en Tokyo, confetti de los dioses para el menos divino de los saltadores. La reacción de Powell, obviamente, es salir corriendo con los brazos en alto; la de Lewis tampoco puede ser otra. Se despoja del chándal y se dispone a preparar su quinta tentativa. Bajar los brazos no entra en sus planes. El quinto vuelo de Lewis se va a los 8.87… con 0.2 m/s de viento en contra. Es oficial: los elementos no están a su favor. ¿Habría batido los 8.95 con un viento favorable? Es difícil saber la respuesta. Powell cierra su tarde de gloria con un nulo, y sufre. Sufre porque aún queda un salto pendiente. Un salto del rival. “Se me salía el corazón del pecho. Estaba seguro de que Carl saltaría más de 9 metros en su último intento”, recordaría a posteriori. Efectivamente, mientras Lewis cumple con el ritual previo a la batida, Powell se muere un poco en la banda. Se esconde tras la toalla. Está nervioso, muy nervioso. Primero niega con la cabeza, después la hunde entre las manos entrelazadas, como si rezase. Queda un salto, el último de King Carl. Viento: 1.7 m/s. Parece que ahora Papá sí responde. Lewis ejecuta otro vuelo prodigioso, pero insuficiente. 8.84. Sus dos últimas intentonas son dos saltos empequeñecidos por las proezas anteriores, pero a día de hoy, si excluimos el 8.95 de Powell, siguen siendo los mejores de la historia sin altitud y en condiciones legales de viento.
Carl Lewis, plata, había firmado el concurso perfecto; Mike Powell, oro, había logrado el mejor salto de la historia. Dos caras de la misma moneda: cara para el habitual perdedor, cruz para el triturador de récords. El ganador y nuevo plusmarquista mundial explota en carreras y brincos, para deleite del estadio. Se abraza un juez japonés que parece no entender nada; después busca a su ya eterno rival, que se retira cabizbajo, mascando esa nueva sensación.
“Hice la mejor serie de saltos de todos los tiempos. Él solamente hizo uno. Quizá no lo vuelva a lograr nunca, pero hoy lo ha conseguido. Eso es el salto de longitud. No es una serie de saltos, es un salto”, resumiría Lewis, añadiendo con cierta amargura: “Mi quinto salto, desde todos los puntos de vista, ha sido el mejor de la jornada.” Así lo vio también Beamon: “Me gustaría alabar a Lewis por su soberbia demostración, en especial en los dos saltos que hizo tras el récord de Powell.”
Lewis fue un atleta que se movía como pez en el agua en la longitud y en la velocidad (los 100, los 200 y sus respectivos relevos). Acreedor de 9 títulos olímpicos y 8 mundiales, fue seleccionado en 1984 en dos drafts: el de la NBA, donde lo reclamaban los Chicago Bulls, y el de la NFL, donde le aguardaban los Dallas Cowboys. Su medalla de oro en los 100m de los JJOO de Los Ángeles reposa desde 1987 bajo tierra, junto a su fallecido padre; a su madre le dijo que no se preocupara, que conseguiría otra. Se la trajo de Seúl, un año más tarde. Era el atleta perfecto en la tarde perfecta. Pero el salto perfecto corrió a cargo del especialista secundario. Los 8.95 de Powell han cumplido ya 21 años y siguen a día de hoy inmaculados. Ni siquiera en altura ha sido superada la marca. ¿De qué distancia estaríamos hablando si Powell hubiese brincado de esa manera a 2.246 metros sobre el mar, como hizo Beamon, lo cual supone que la densidad del aire sea un 25% menor? Algunos estudios hablan de 9.19, una marca quizá más cercana al siglo XXII que al nuestro…
Lo que está claro es que aquel 30 de agosto de 1991 se produjeron en Tokyo cinco de los mejores siete saltos de la historia, y de entre ellos los dos más largos jamás medidos: el récord de Powell y el 8.91 con viento de Lewis.
“Tenía cuatro años cuando Beamon saltó sus míticos 8.90. Me siento muy feliz por haber superado esa marca porque todo el mundo creía que quien iba a conseguirlo era Carl. Nadie tenía fe en mí. Y no es que quiera callar a nadie, pero… ¡a callarse todos!”. No hubo demasiado silencio: Mundo Deportivo le dedicó la portada y las primeras 15 páginas de su edición del 31 de agosto; Marca también le dio un lugar preferencial en la cubierta. Eran, desde luego, otros tiempos para el periodismo.
Powell nunca volvió a acercarse ni por asomo a su marca, pero la gloria de aquella tarde permanecerá para siempre. En parte, gracias a su prodigioso vuelo; en parte, gracias a la talla del rival.
Lewis quería batir a Beamon; Powell los sacó a ambos de la foto.
Han pasado mas de 20 años de aquel mítico 30 de Agosto de 1991 del día mas elegante de la historia del Salto de Longitud. Dos caballeros se batieron en un foso protagonizando el mejor concurso jamás visto y que posiblemente todavía queden muchos años para ver algo parecido. La técnica de Powel se impuso a la velocidad de Lewis, pero podía haber sido al revés. Gracias a ambos por aquel concurso.
IMPRESIONANTE. Nunca se volvió a ver algo tan ”FANTÁSTICO”. Barcelona ..92 fue impresionante, yo lo viví muy cerca y fue ”MUY IMPRESIONANTE”.
Pasarán muchos años para volverse a ver algo igual.
Gran artículo, perfectamente redactado y enlazado, capaz de emocionar a cualquiera que se emocione por las gestas humanas, y esta lo fue. Recuerdo haber visto en directo esa jornada de los mundiales de atletismo en la mañana española de ese 30 de agosto, y la emoción que me supuso asistir a un momento histórico como ese.
Como digo, el artículo es perfecto, pero quisiera hacer una matización a algunas aseveraciones que son incorrectas, al menos parcialmente:
“… aquel 30 de agosto de 1991 se produjeron en Tokyo cinco de los mejores siete saltos de la historia, y de entre ellos los dos más largos jamás medidos: el récord de Powell y el 8.91 con viento de Lewis.
“Ni siquiera en altura ha sido superada la marca.”
“Powell nunca volvió a acercarse ni por asomo a su marca.”
Las dos últimas son correctas si nos atenemos a marcas homologadas, con condiciones legales de viento. Pero no si consideramos todos los concursos y saltos realizados. La primera no es cierta en ningún caso.
Mike Powell ha saltado en 4 ocasiones 8,90 m o más. El salto más largo jamás medido en un concurso oficial lo realizó Powell apenas unos días antes del inicio de los Juegos de Barcelona, el 21 de julio de 1992 en la pista alpina de Sestriere, donde saltó 8,99 m con un viento favorable de 4,4 m/s. Además, en mayo de ese año había saltado 8,90 m en Modesto (California) y volvió a repetir los 8,95 m el 31 de julio de 1994 otra vez en Sestriere, en ambas ocasiones con viento superior al legal.
En cualquier caso, matización aparte, sólo puedo agradecer a Dani el espléndido relato de aquel duelo que emocionó al mundo.