Se suele decir que la edad dorada de las series, el salto de calidad que le quitó lo de pequeña a la pantalla de televisión, llegó de la mano de The Sopranos. Sobre Lost no hay demasiado consenso: unos la elevan a los altares, otros la fustigan. ¿Ciegos los primeros o resentidos los segundos? Ambas cosas, y quizá ninguna a la vez. Lo indiscutible del éxito de The Walking Dead o de la calidad de The Wire, por poner dos ejemplos, no encuentra reflejo en Lost, y la razón es muy sencilla: hablamos de sentimientos.
Es muy posible que la primera vez que quedaste con alguien para ver un capítulo descargado éste fuera de Lost. Es muy probable que la serie con la que descubrieras los subtítulos, las promos o la Comic-Con fuera Lost. Te registraste en un foro, te compraste una camiseta, te sonreíste con cada cuatro, cada ocho, cada quince…
Lost fue la primera serie que nos duraba más que cada episodio. Sus capítulos se prolongaban toda una semana, justo hasta el inicio del siguiente, porque ése era el tiempo que teníamos para teorizar, para discutir o, simplemente, para recordar. Aprendimos a decir spoiler y cliffhanger, y lo digo en plural porque muy pocos vieron Lost a solas. Quizá no fue la primera serie social, pero desde luego que después de ella no hay lugar para otro tipo de serie.
Dentro de unos años, en las clases de guión se hablará de capítulos Breaking Bad, en las de interpretación se revivirán escenas de Friday Night Lights y en las de marketing se diseccionará Game of Thrones. No habrá quien trate Lost a nivel académico, pero en nuestras batallitas televisivas ocupará el número uno.
Los revisionistas dicen que Lost no inventó nada, pero sí lo hizo: se sacó de la chistera a una generación de seriéfilos. Superen eso.
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