Suena Baby Blue, de los Badfinger, y sabemos que esa canción quedará para siempre unida en nuestras mentes a una escena, a un momento, a un personaje. Arranca Baby Blue (“Guess I got what I deserve“) y vemos a Walter coger su máscara, y sonreír. Es su vuelta a casa, a la única que le queda.
Se adueña Baby Blue del aire del laboratorio (“Kept you waiting there, too long my love“) y nos damos cuenta lo mucho que echábamos de menos a Mr. White en su salsa, en su cueva, en los buenos días en que el mayor problema era que a Jesse no le entraba en la cabeza que debía abandonar su firma, el chili, si quería cocinar en las grandes ligas. Cuando no había Gus, cuando no había esvásticas, cuando el cáncer estaba a raya, cuando Hank no añoraba marcar los árboles, cuando Skyler ni siquiera sabía que no sabía nada, cuando los días se contaban en desayunos de Flynn y no en millones lavados.
Se mezcla Baby Blue con las sirenas de la policía, ahora azules, ahora no, ahora azules, ahora no, y una mano resbala, sangre contra acero, una mano cansada (“All the days became so long“) se rinde la primera, y cuando nos damos cuenta ha claudicado todo el cuerpo y estamos sobrevolando el cadáver del Correcaminos, cazado finalmente por los coyotes, pero aún así, como siempre, extrañamente triunfal.
Se acelera Baby Blue y se acaba Breaking Bad, y se acaba Walter White, se despide uno de los personajes más fascinantes de la historia de la televisión, al que hemos (“The special love I have for you“) adorado pese a sí mismo. Es tan difícil no caer a los pies de Heisenberg como complicado explicarlo en voz alta…
Nos queda Jesse, el personaje que siempre hemos sido, acelerando hacia da igual dónde, sin nadie ni nada que le persiga. Es el rayo de luz que ilumina, tenue, el día en que Breaking Bad, la serie de los colores, nos deja tristes. Blue, como dicen los ingleses. Somos, desde hoy, hijos huérfanos de Vince Gilligan, sus baby blue…
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