Hay una película pequeña y maravillosa que se llama Estiu 1993. Cuenta una historia bastante dura y afortunadamente no demasiado común de una manera sencilla y quizá diría que hasta agradable, por aquello de que dice muchas cosas sin contarlas del todo. Hasta el suspiro final, ahí llega el puñetazo. No quiero contar mucho más, de hecho no quiero hablar sobre la película. Solo quería citarla porque es muy gracioso que justo en estos días se haya seleccionado una película catalana y en catalán para representar a España en los próximos Oscar.
No me gusta cómo está el país en el que vivo y no sé si me va a gustar más el siguiente paso, sea cual sea. Casi todas las decisiones de ambos gobiernos, español y catalán, me disgustan. En Madrid parece que lo que sucede en Cataluña solo importa cuando la cuerda se tensa; para la Generalitat parece que lo único que sucede en Catalunya tiene que ver con tensar la cuerda. Después de muchos años viviendo en Barcelona, y un par en Madrid, me queda claro que poco a poco los extremos se alejan, mientras que los que no sabemos muy bien qué queremos cada vez tenemos más cara de gilipollas. Y digo que no sabemos qué queremos porque a mí nadie me ha explicado cómo pinta el futuro. Lo menos que uno espera al mudarse de país es saber a dónde va, y yo apreciaría saber si tiramos más a Dinamarca o a Grecia. Tampoco el sentimiento me desempata demasiado: no le tengo demasiado apego a las ideas de ‘españa’ y ‘catalunya’, me siento más higiénico al lado de pseudo patrias como ‘barcelona’ y ‘asturias’, aunque lo primero sea una ciudad y en la segunda no haya vivido nunca.
Al final las cosas que llevamos dentro, como en la película, brotan. Y antes de que eso suceda de manera traumática conviene sentarse y hablar. Parece sencillo, ¿no?