Tengo un amigo que siempre dice: “Al final, nunca pasa nada”. Tiendo a darle la razón más de lo que me gustaría: al final, nunca pasa nada. Al final, todo sigue igual. Al final, todo se queda en manos de los de casi siempre. Al final, Mariano.
Se fue Aznar, un tipo vivo, un tipo listo, una voz de mando, y llegó Rajoy. Mariano. Naniano, que decía Twitter. Llegó Rajoy y parecía que no iba a sobrevivir a ZP, pero vaya si lo hizo. 186 diputados en 2011, mayoría absoluta y a correr. Sacamos la libreta para apuntar sus errores, sus meteduras de pata, la mayoría de ellos síntomas de una mente poco dada a la rapidez, al ingenio o la improvisación. Y aquí seguimos hoy, con la libreta en la mano y una cara de tontos que empiezo a dudar que no sea capaz de competir con la suya. Vivimos en un país donde lo único más extenso que los vergonzantes lapsus de su presidente son los casos de corrupción del partido que le sostiene. Ahora que está tan de moda nombrar a Islandia, cabe recordar que a raíz de su crisis acabaron en la cárcel varios banqueros y políticos. ¿Responsabilidades políticas en España? Ni están, ni se las espera.
Pongo el ejemplo de la corrupción, pero en realidad me parece el segundo motivo más flagrante para darle una patada al PP. El primero es el inmovilismo. Vuelvo: “Al final, nunca pasa nada”. En estos años de crisis el Gobierno se ha dedicado a no hacer nada con las teóricas urgencias nacionales: economía, paro. Tampoco lo ha hecho con el órdago catalán o con prácticamente nada. ¿Habéis notado alguna diferencia entre estos seis meses de gabinete en funciones respecto a los años anteriores? Yo no.
Entiendo un poco mejor las cosas después de ver a Rajoy en el balcón de Génova. Habla mal, como siempre. No tiene un discurso fluido, son frases sueltas. Obviedades, perogrulladas, frases efectistas, lemas de campaña. Retazos cosidos que buscan el fervor porque llevan dentro palabras clave como “españoles”. Y, sin embargo, a pie de calle hay gente que cree ciegamente en lo que sea que dice Mariano.
Vivimos en un país de fútbol. Fútbol es fútbol, sí, pero Rajoy también es fútbol. Es confrontación, es conmigo o contra ellos, es fe ciega. Uno no se cambia jamás de equipo; uno debería poder cambiarse de partido político, y más con un escenario como el que sufrimos en España. Si en algún terreno se mueve cómodo Mariano es en el deportivo, y ha conseguido convertir la política en otra Liga, donde siempre ganan los de arriba justo cuando parecía que los de abajo podían alzar la voz.
Leo a empresarios en Twiter: “Mañana subirá la bolsa”; “Despejado que España se vuelva una república Bolivariana los empresarios podremos volver a centrar esfuerzos en crear riqueza y empleo”. Qué tristeza. Son empresarios de internet, punta de lanza de lo que debería ser uno de los motores de la economía. Y están contentos con Rajoy, que representa mejor que nadie aquello que cantaba Sabina: “los que progresan porque no se mueven“.
Pablo Iglesias sale a su atril, reconoce la derrota, responde preguntas de la prensa, algunas en inglés. Rajoy, con dos horas largas para preparar algo decente que decir, aparece y recita su discurso vacío, cargado de malos ripios, de esos participios sin des tan suyos. Debajo, la hinchada. Socios, simpatizantes, fieles, que llenan a cada elección el estadio del equipo, que no desfallecen. Que les da igual que su delantero no marque, que su portero no pare, que el utillero robe botas, que el entrenador ponga siempre a su hijo aunque no dé pie con bola, que los taquilleros cuenten diez y se lleven veinte. No importa que la Liga huela a muerto, vamos a ganarla.
No es que nunca pase nada. Es peor que eso. Al final, todo es fútbol, idiota.