¿Mi primer recuerdo de Maradona? 1990. Yo tenía 8 años y aquel verano no paraba de jugar a fútbol. Nos juntábamos en una plaza niños de varios países, un Mundial en miniatura, como el que se estaba batallando en Italia y del que apenas recuerdo una falta chutada por Stojkovic. En aquel parque donde yo daba patadas me llamaban Maradona; no por la calidad, claro, sino por el pelo rizado. El Pelusa auténtico eliminaría poco después a aquella Yugoslavia, y acto seguido a la anfitriona Italia en Nápoles, en unas semifinales plebiscitarias donde Diego animó al sur a vengarse del norte apoyando a Argentina. Pasaron los sudamericanos, pero la final era en Roma y lejos de Nápoles hace frío. La pitada al himno argentino fue de escándalo y nunca resultó tan fácil leer lo que decían unos labios.
Aquello fue algo así como el principio del fin: Maradona jugó una veintena de partidos más en la Serie A y entonces llegó el positivo por cocaína. 15 meses de sanción, fichaje por el Sevilla y vuelta a Argentina para colgar las botas. Después, el propio fin, que ha durado casi 30 años. Entremedias, yo empecé la carrera y uno de mis compañeros de pupitre sacó un día una hoja de papel y dibujó con bastante exactitud el momento en que un tipo de 165 centímetros golpeaba una Azteca para adelantar a Argentina en el marcador. Debajo escribió lo siguiente:
La va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, deja el tendal y va a tocar para Burruchaga, siempre Maradona… ¡genio, genio, genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… ¡Gooooool, gooooool, quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! ¡Es para llorar, perdónenme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste, para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina dos, Inglaterra cero. Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este… Argentina dos, Inglaterra cero.
No diría que era un enfermo del fútbol, pero sí era un devoto de algo: de Maradona, de aquel partido, del gol… de lo que fuera, pero devoto. Y yo creo que por ahí van los tiros con Maradona.
Para entender por qué a un futbolista se le conceden tres días de luto oficial y unos funerales casi de jefe de Estado hay que irse a la Argentina de mediados de los 80, convaleciente de una dictadura y de una guerra, la de las Malvinas, tan absurda como cruel. En aquel contexto, al Mundial de México 86 lo esperaban los futboleros, ansiosos de que su selección ganase el segundo título (y pudiera ya no tutear al gran enemigo, Brasil, que sumaba tres, sino al menos equipararse al vecinito, Uruguay), pero lo terminaron abrazando todos los argentinos porque en los cuartos de final se eliminó al rival de las Malvinas. El partido se resume en “Maradona”, y concretamente en cuatro minutos y dos goles. El primero, el del dibujo, debió de doler mucho en Inglaterra: perder con trampas es jodido. El segundo, el de la parrafada, debió de callar todas las protestas.
Pelé ganó tres Mundiales, Di Stefano jugaba en casi todas las posiciones del campo, nadie tiene el legado de Cruyff (impactó como jugador y como entrenador, es la figura más influyente de la historia); y sin embargo tu amigo al que el fútbol le da absolutamente igual te podrá contar más cosas de Maradona que de ellos. O que de Messi, aunque siga jugando. Seguramente muchas de esas cosas que te sepa decir serán extradeportivas: cocaína, borracheras, salidas de tono, hijos ilegítimos, degradación física, demandas, maltratos, problemas con el fisco, la mafia… pero lo cierto es que sin el fútbol que hizo primero nadie habría estado tan atento a lo que vino después.
La trampa de Maradona, más que la famosa mano, fue jugar siempre en el lado del que tiene mucho que ganar. Sus principales camisetas, Argentina y Nápoles, se escriben desde la dinámica de la derrota y de la pasión ciega. En ambos lugares él supo subirse a lomos de una narrativa que, obviamente acompañada de su infinita capacidad para entenderse con el balón, lo convirtió en un dios. O al menos en algo un nivel por encima de los santos: el ayuntamiento de Nápoles está estudiando que el estadio municipal deje de llamarse San Paolo. Consciente o inconscientemente, supo elegir. Es mas fácil ser un seductor en Buenos Aires o en el sur de Italia que en Barcelona.
En el descanso de los partidos del club que entrenaba, Gimnasia y Esgrima, se canta el himno nacional y se sigue reivindicando la soberanía argentina sobre las Malvinas una generación y media después. En el país de los tres días de luto mucha gente hoy se acuerda seguramente de aquellos dos goles, de aquel subidón, que no iba de fútbol sino de aplastar a los ingleses. Para los locos del fútbol, la segunda imagen más icónica de Maradona no es otro gol, o un regate o un título ganado en el último minuto. Es el calentamiento previo a un partido de semifinales de la Copa UEFA, en Munich, al ritmo de la canción Live Is Life. Diego Armando, tan excesivo como el propio fútbol.
En una realidad alternativa, Maradona no se va a Nápoles. Se queda en Barcelona y gana la Copa de Europa de Sevilla, en 1986, su año mágico. El nombre de Koeman se baja del podio de la historia azulgrana, no hace falta llamar ni a Cruyff primero ni a Ronaldinho después para recuperar la sonrisa, y Messi pasa de maestro a aprendiz. La Quinta del Buitre suda para ganar una Liga, y las siguientes llegan a Tenerife sentenciadas.
¿Un renglón torcido? No hay duda. Hizo más mal que bien, aunque el mal fue privado y el bien público. La balanza de cada uno lo pesará como toque. Lo que es innegable es que Diego consiguió, como solo lo hacen los grandes de la cultura pop, que la gente olvidase. Luego él también habría querido olvidarse de sí mismo.